Es la noticia del día, del año y probablemente de la década. El rey Juan Carlos I de España ha decidido dejar la jefatura de estado. El rumor venía escuchándose desde hace tiempo, pero no llegaba a producirse, pero por fin ha llegado el momento.
Es evidente el deterioro físico que ha sufrido durante los últimos años, y está claro que con estas limitaciones no podía mantener un ritmo adecuado como máximo representante del país. Pero además está el deterioro en el prestigio y la consideración por parte de los españoles de su persona en particular y de la familia real en general. El escándalo de Urdangarín y sus propios errores han hecho que en las encuestas ya ni siquiera saque un aprobado. Y el rey no es tonto, por supuesto. Sabía que debía abandonar para dar un impulso a la monarquía y ha elegido este momento para hacerlo. No sé si es el mejor momento, si debía haberlo hecho antes o esperar a que se resuelva el asunto de la infanta Cristina, pero el caso es que ya está hecho y ahora se abrirá el proceso para la sucesión, que recaerá en su hijo Felipe, en principio limpio de polvo y paja, y que debe significar un cambio a todos los niveles en la institución.
No soy monárquico, nunca lo he sido, y pienso que la Casa Real nos cuesta a los españoles un dineral que podría evitarse, pero es lo que tenemos, lo que hemos querido los españoles y lo que parece lógico que siga existiendo. Debe modernizarse, eso sí, y ser austera y transparente en sus gastos, adecuarse a unos tiempos en que los españoles estamos viviendo una crisis de la que parece que tardaremos en salir, y ser la verdadera representación de los españoles ante el mundo. Es el reto del que reinará como Felipe VI, un trabajo arduo y difícil, para el que lleva preparándose cuarenta y seis años. Esperemos que lo consiga por el bien de todos los españoles.
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