Ya no quedan moscas. Es increíble, pero hay silencio, un silencio confuso pero agradable. Las he matado y... No sé por qué cada vez que hago algún pequeño trabajo en casa me siento tan orgulloso. No es nada. Tampoco sé por qué tuve que pegar ayer a papá. El es bueno. Siempre se ha portado muy bien conmigo, salvo aquella vez que perdí el balón de reglamento y me molió a cintazos. Eran buenos tiempos y vivía mamá, y... No encuentro la razón; me estoy volviendo loco. Cada vez que pienso en algo es para amargarme. Me siento sin fuerzas y a este paso voy a enfermar. Ya llevo casi tres días sin comer, y no he bebido más que unas pocas cervezas... Mamá siempre me regañaba; no quería que bebiera cerveza. ¡Mamá! ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué dejaste que me volviera loco en este mundo de mierda? ¡Eramos tan felices! ¿Te acuerdas cuando íbamos al campo? ¿Y de cuando nos mandabas a misa? He de confesarte que casi nunca iba, y cuando lo hacía era para reírme del cura. Era extraordinariamente gordo, ¿te acuerdas? Y decía unas cosas muy raras en un idioma que no podía comprender hasta que llegué al bachillerato. Allí supe que aquella bola de sebo con sotana hablaba en latín. Pero, ¿por qué te cuento esto? Tú ya no estás y yo cada vez estoy más débil... He de hacer algo. Tengo que buscarme un trabajo. Será fácil. Papá conoce a mucha gente y puede hablar con alguien para que su hijo pueda trabajar. No es posible. El se fue de casa y supongo que andará por ahí emborrachándose como de costumbre. Esta vez tiene una buena excusa, pero ¿y las otras veces? Desde que nos quedamos solos no ha hecho otra cosa que emborracharse a diario. No sirve de nada que le regañe, o que esconda el coñac, o que rompa las botellas de vino. Apesta. Siempre apesta a alcohol. No se cómo puede seguir teniendo amigos importantes, ¿o ya no los tiene? La verdad es que estamos uno fuera del mundo del otro. Se está quedando sin dinero y yo no puedo hacer nada por evitarlo. Ya no recuerdo cuanto tiempo hace que se lavó la última vez. Quisiera ayudarle, pero me tiemblan las piernas y no tengo las fuerzas suficientes como para mover un cuerpo tan pesado como el suyo. Aunque mirándolo bién, no debe pesar tanto. Tengo que ir al médico. Cada vez estoy más débil. Esta mañana me he mirado en el espejo y me he encontrado con una imagen espeluznante. Estoy muy delgado y tengo los ojos hundidos en el cráneo. Los labios están resecos y tengo la tez arrugada y pálida- Me costaba trabajo apretar el spray del insecticida. Es nauseabundo. Cuando he respirado en el ambiente de la sala he creído morir. Algo muy poderoso se apoderaba de mis pulmones y los oprimía cada vez más, hasta que he gritado con toda mi alma. Ha sido un alarido de dolor, de miedo, de ese terror que se apodera de uno cuando ve la muerte cerca, porque yo la estoy viendo a cada momento. Pasa ante mí con su manto negro y su brillante guadaña, y se para, y sonríe, y me llama. No sé cómo semejante cosa puede conocer mi nombre. Ella no estaba en la iglesia el día que me bautizaron; no ha estado cerca de mí cuando la gente me nombraba. Sólo ha estado cerca de mí ahora, y como estoy solo, nadie dice mi nombre... ¡Estoy loco! ¿Cómo puedo pensar eso? La muerte lo sabe todo. Ella siempre está con nosotros, aunque no se deje ver. Todavía no conozco a nadie que haya conseguido engañarla, y tengo yo que divagar sobre si puede o no conocer mi nombre. Estoy enfermo y deliro. Debería acostarme, pero está tan lejos la cama... Dudo que pueda levantarme de la silla tan siquiera. Lo mejor es que trate de dormir sobre la mesa como hacía muchas noches cuando charlábamos en familia. Era tan pequeño que no podía enterarme de lo que se decía, pero era un rito. Había que charlar todos juntos después de cenar. Yo me sentaba en este mismo lugar y acababa derrumbándome sobre la mesa en poco tiempo. Hermano era el mayor. El dominaba la situación perfectamente. Aún le recuerdo con sus catorce años recién cumplidos y aquél minúsculo bigote que empezaba a brotarle. Hablaba con papá de deportes. Creo recordar que a veces le dejaba leer el periódico, pero quitando algunas páginas. Nunca quiso que supiéramos de las desgracias del mundo y escondía aquellas páginas que hablaban de muertes. Y mira por dónde, al final él cayó víctima del alcohol y Hermano de las drogas. Aquella tarde fue muy mala. Llovía y toda la calle era un enorme charco. Cuando entró Hermano y cayó al suelo totalmente ensangrentado, todos saltamos y nos fuimos hacia él. Traía el cuerpo destrozado a balazos y por una extraña fuerza que no puedo comprender de dónde sacó, llegó a casa para morir en brazos de mamá con una leve sonrisa en los labios. Poco después se aclararon las causas en el juicio: al parecer, Hermano debía una importante suma de dinero a unos matones que se deshicieron de él por falta de pago. Ya no recuerdo cuál fue la condena para aquella gente. Todos tenían la misma cara de enfermo que mi hermano. La misma cara de enfermo que tengo yo ahora. La misma cara que hace ya demasiado tiempo le estoy viendo a papá todos los días. Si supiera de algún amigo de papá –uno de esos que son amigos de verdad -, le llamaría para que fuese a buscarle, pero es inútil. Estoy seguro de que ya no habla más que con borrachos como él, y que como él, están emborrachándose por ahí. Debo ir yo mismo a buscarle. Tal vez si hablamos, podamos empezar de nuevo. Eso es. Vamos a hablar y olvidaremos todo lo que ha pasado entre nosotros hasta hoy. Tenemos que ir al pueblo y arreglar un poco la casita que tenemos para las vacaciones. Debe estar hecha un asco, pero no importa. La arreglaremos hasta dejarla como cuando vivía mamá. Ella guisaba en la vieja cocina de carbón y papá nos llevaba con él a cazar. Teníamos un perrillo blanco –no recuerdo su nombre –que sabía todo sobre la caza. Nunca le vi volver sin la pieza que papá había matado. Aquel camionero no sé en qué iría pensando. Tuvo que ver a nuestro pobre perro, pero seguro que lo hizo a propósito. Era un buen perro, pero aquel salvaje le reventó las tripas a propósito. Creo que todos lloramos como si hubiéramos perdido a un hijo o a un hermano. Papá guardó la escopeta y no volvió a salir a cazar. Decía que no conseguiría acostumbrarse a cazar sin perro, y que otro perro empañaría la memoria del que había perdido... Pero no sé por qué recuerdo todo esto. Es imposible. Yo no puedo volver allí con él. Está por ahí perdido y yo no tengo fuerzas ni para moverme. Me encuentro cada vez más débil y no soy capaz de levantarme. Es imposible que pueda tratar de ir a buscarle. Eso era lo que hacía él cuando me perdía. Salía a buscarme y no paraba hasta encontrarme. Yo era demasiado inquieto, demasiado travieso para estarme quieto. Pero papá no me regañaba. Me daba un beso y me llevaba a casa de la mano contándome historias de cuando era niño. La verdad es que yo no podía creerlas, pero tal vez fueran ciertas. Recuerdo que me contó algo sobre una lagartija: su madre les tenía mucho miedo, y un día que él no estaba dispuesto a comerse la sopa soltó una lagartija en la cocina. Ni que decir tiene que la abuela salió corriendo y la comida que estaba en el fuego acabó directamente para tirarla. Pero a mí me sigue pareciendo un cuento infantil creado para que yo me divirtiera. También me contaba cosas sobre el colegio, sobre todo cuando me llevaba el primer día. Yo estaba acobardado y nervioso y él me contaba cosas para quitarle importancia y hacerme creer que la escuela era un paraíso donde poder jugar. Una vez estuve dentro me di cuenta de que aquello era todo lo contrario. Aquel chico sólo tiró un papel a otro y el maestro le llamó, le hizo desnudar de cintura para abajo y le dio diez azotes con una vara. Ese hombre tenía cara de ogro. Era un señor mayor con cara de bulldog, voz ronca y muy malas pulgas. No sé a qué viene recordar a este hombre ahora. Lo único bueno que sucedió en el pueblo teniendo que ver algo él es cuando se murió. Fue una gran fiesta para los chavales. ¡Santo Dios! ¿Cómo puedo decir esas cosas? ¿Cómo puedo alegrarme de la muerte de nadie? ¡Es increíble! Yo nunca he deseado el mal a nadie, y sin embargo cometo la locura de pensar así precisamente ahora que soy un hombre. Al menos tengo la edad y la apariencia de un hombre. Pero estoy loco. Y un loco no puede saber muy bien lo que piensa. En la Facultad me enseñaron que los locos, en sus momentos lúcidos, son brillantes, pero que esos momentos lúcidos son tan escasos como poco duraderos. La gran mayoría del tiempo los locos no dominan su mente. Eso es. Tengo que encontrar un sistema para conseguir que los locos dominen su mente. Tengo conocimientos suficientes para hacerlo. Cuando publique mis trabajos me darán el Premio Nobel y seré famoso. En la biblioteca hay libros sobre el tema. Voy a cogerlos para traerlos hasta aquí. Tengo que estudiar día y noche si es preciso para conseguir hacer algo. Voy a levantarme... No puedo. Es tan difícil levantarse que no voy a poder llegar al frigorífico para beber una cerveza o al teléfono para llamar al médico. La verdad es que no sé si podré articular palabra. Noto un peso enorme sobre mi labio inferior. Tengo la boca cerrada y no puedo moverla para nada. Es un trabajo excesivamente importante. No podría mantener la boca abierta durante mucho tiempo y no conseguiría más que aumentar mi agotamiento. Tal vez hoy venga mi novia. Ella se ocupará de todo. Es muy buena. Me quiere tanto que no le importa que yo tenga un padre borracho –no sé por qué me avergüenzo – y siempre intenta ayudarnos en lo que puede. La conocí por casualidad. Choqué con ella en unos grandes almacenes cuando iba despistado y tiré al suelo todos sus paquetes. Parece un encuentro de cine. Es curioso, pero nuca se me había ocurrido antes. Siempre me pareció un encuentro de lo más normal. No sé las veces que le dije que lo sentía. El caso es que el domingo siguiente estábamos en el cine juntos, y desde aquel día nos hicimos novios. Han sido tiempos muy felices con ella, hasta aquella absurda pelea. Yo fui el culpable de todo. Tengo que ir a pedirle perdón... No puedo. No puedo ir a su casa a pedirle perdón, y ella no va a venir, no vendrá. Esto es absurdo. Nadie va a venir a echarme una mano. Porque yo tenía amigos, pero todos se marcharon como si tuviera lepra. No sé cuándo empezó todo ni por qué. Sólo sé que cuándo salía a la calle procuraban darme de lado, y si me cruzaba con alguno de ellos apartaban sus ojos y ni me saludaban. Lo cierto es que no sé cuándo salí por última vez a la calle. Hace semanas que no he salido de aquí. Antes salía a correr por las mañanas, y hacía la compra, y por las tardes iba de paseo, pero ahora no. Y lo cierto es que no me he planteado todavía por qué mantengo esta actitud si yo siempre he sido muy activo. Todo es culpa de papá. El y la bebida juntos. Se alían de tal manera que a mí me quedan cada vez menos fuerzas. Cada vez que entra por esa puerta –esa que ahora sólo puedo imaginar, porque levantar la cabeza sería un suplicio -, es como si me clavara un cuchillo en el pecho. Cada vez más demacrado. Cada vez con peores modales y cada vez más viejo. No me ha servido de nada intentar convencerle por las buenas. Alguna vez ha llorado prometiéndome que no iba a beber más, pero al final siempre se va y vuelve bebido, y cada vez peor. No comprendo cómo puede tener esa capacidad. Yo bebo dos cervezas y tengo el estómago tan pesado que no puedo beber más en todo el día. Debe tener el hígado destrozado. Recuerdo que eso también lo decían en la Facultad. Cualquier día se me va a morir en casa sin ninguna atención médica. O lo que es peor, que se muera por ahí tirado como un perro. Hace tantos años que no va al médico como los que hace que murió mamá. Creo que se volvió loco y por eso se dio a la bebida. El era un hombre muy sensato. Es difícil pensar que un hombre de sus características pueda caer en semejante vicio. El siempre dominaba la situación. Se lo transmitió a Hermano. Tal vez es que eran débiles de carácter al fin y al cabo y claro, algún día tenía que derrumbarse la coraza que habían montado a su alrededor. Yo cada vez me encuentro peor. Ahora noto un peso terrible en los párpados. Era lo único que no me pesaba. Tengo que tratar de mantener los ojos abiertos, y sin embargo me es imposible. Me parece que me estoy muriendo. Sí. Vuelvo a ver ahora su manto negro y su reluciente guadaña –ahora brilla más que nunca -, y su sonrisa burlona. Me hace un gesto para que me aproxime. Debo moverme. Si me quedo quieto voy a obedecer y no quiero irme todavía. ¡Soy un montón de dudas! Ya no soy nadie. Sólo soy un cuerpo con ideas incongruentes, que recuerda cosas sin sentido, cosas que había olvidado voluntariamente y que le hacían daño, y se encuentra aquí derrumbado sobre la mesa luchando consigo mismo para no ir con ella. He de serenarme. He de aguantar un poco más. Siempre tuve suerte en los momentos críticos. Espero que ahora también tenga suerte. Ahora no debo abandonarme. Fue un error abandonar los estudios. Ahora no estaría en este estado. Ya habría dado con la causa de este mal y lo habría atajado. Pero ahora sólo recuerdo algunas cosas de aquella época. No son demasiadas. Sé que una aspirina no iba a arreglar nada. Pero no sé nada más. ¡Soy un imbécil! Al final sólo soy un inútil. Tantas ilusiones puestas en un porvenir importante como médico, en una moderna, limpia y buena consulta, y ahora estoy aquí luchando sin armas contra el enemigo que siempre gana. Si al menos estuviera aquí mamá... Ella me haría más leve esta lucha. Creo que incluso podría morir tranquilo, pero ella no está y tengo miedo. Cuando tenía miedo ella me cantaba para hacerme dormir. ¿Cómo era aquella canción? No puedo recordarla. ¡Y la maldita muerte no hace más que llamarme! ¡Vete a la mierda! ¿Por qué no me dejas en paz de una vez? Yo deseo vivir más tiempo. Papá me necesita. Tengo que conseguir que deje de beber. También he de hablar con mi novia. Ella me quiere y estoy seguro de que me va a perdonar. Quiero tener un montón de chiquillos jugando a mi alrededor. Un montón de pequeñas criaturas que hagan un mundo menos asqueroso que éste. ¡Déjame en paz! Oigo pasos en el pasillo. Son pasos vacilantes. Inconfundibles. Es papá. Ha decidido volver y eso me gusta. Tal vez él consiga ayudarme a librarme de esta maldita muerte que no cesa de llamarme. ¡Cállate! Vamos, papá. Tienes que conseguir abrir como sea esa maldita puerta. ¿Por qué habrás bebido esta vez? Hoy necesito que vengas lo más sereno posible. ¡Deja ya de martirizarme! ¡Eso es! Ha abierto la puerta y se acerca hacia mí. Noto que me coge en sus brazos y me dice algo. ¡Esa maldita muerte grita demasiado y no logro entender lo que dice papá! Creo que está llorando. ¡Papá, no te preocupes, voy a reunirme con mamá allí donde esté! Te prometo que la buscaré y le daré un beso de tu parte. Tú debes dejar de beber. Tienes que volver a ser fuerte. Es así como te quiero. ¡Ya voy! Adiós, papá. No puedo quedarme más... Es curioso, pero no oigo nada. Creo que he conseguido que no queden moscas en casa.
jueves, 7 de enero de 2010
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