Miguel salía por primera vez del pueblo. Le habían contado muchas historias que él escuchaba con la boca abierta. Incluso le habían dicho que había gente que hablaba otro idioma. Nunca había podido comprender qué era un idioma. Para él la gente hablaba igual en todas partes, igual que en su pueblo. ¿Cómo iba alguien a cometer la locura de llamar a la cama de otra forma que no fuera cama? ¡Eso no era posible!
Como digo, era la primera vez que salía de su pueblo, y al cerrar la puerta de su vieja casita blanca sintió algo extraño. Habría jurado que le temblaban las piernas. Bajó la cabeza y se le escapó una lágrima que atrapó con el puño de la camisa cuando no miraba su madre. Ella siempre había cuidado de que sus modales no fuesen violentos, y quiso siempre que fuese limpio. Miguel no comprendía muy bien por qué. ¿Por qué había de comer con cuchillo y tenedor, o lavarse las manos? ¡Ningún muchacho del pueblo lo hacía! Ya no podía recordar cuántas veces había mandado al diablo a su madre.
Por el camino fue cambiándole la cara continuamente. Llevaba la frente pegada al cristal de la ventanilla del viejo autobús. Nunca había sabido para qué servía; además, nunca se había preocupado de saberlo. Ahora sabía que la Tierra era más grande que el pueblo y los campos de sus “familiares ricos” –el les llamaba así porque siempre le hablaban del Tío Ramón o el Tío Paco. Vio tractores, molinos, y otro pequeño pueblo casi igual al suyo. Llegó a pensar que le habían llevado a dar un paseo y ahora le devolvían a su casa.
Siguió el camino y pudo ver casas muy grandes y oscuras que echaban humo por grandes chimeneas. Pensó: “Claro, ahí debe haber mucha gente y hay que freír muchos huevos.”
Pronto vio que llegaban a un pueblo grande. Las casas eran tan altas que apenas si podía ver un trocito de cielo. El autobús se detuvo, y el cura, que había viajado con él y con otros dos chavales más, le mandó bajar. Cogió su maleta de mala gana, se puso la gorra gris que le había regalado su madre y se dispuso a bajar.
Miguel no podía creerlo. Se frotó los ojos hasta la irritación y se pellizcó para comprobar que estaba despierto. En un trozo de calle igual que su patio –que tampoco era muy grande -, había más gente que en todo su pueblo entero. Había muchos autobuses iguales al que le había llevado hasta allí. Había muchos coches, grandes y brillantes, y pensó en el del alcalde. El también tenía un coche, pero tan pequeño, viejo y lleno de polvo, que daba asco. Había tantas tiendas, tantas pastelerías, que se hubiera quedado allí, mirando durante horas. También se acordó de Luisillo el panadero, que vendía en su tienda hasta rastrillos y sombreros de paja. Le llamaban panadero porque en los pueblos sólo importa el pan. Con tener un trozo de pan que llevarse a la boca es suficiente. Al fondo vio un guardia con un pito haciendo unos gestos extraños pero elegantes a la vez. Los coches se detenían y continuaban la marcha cuando él lo ordenaba. Se acordó entonces de Carmelo, el viejo y gordo guardia que se pasaba el día en el bar bebiendo y jugando a las cartas con el cura y el alcalde. Ese no era elegante: iba despeinado, con la camisa fuera, los zapatos sin limpiar y con lamparones en los pantalones. Más bien parecía un cerdo. De momento le fascinaba todo, y cuando se paró a mirar un escaparate se encontró con un capón del cura, que le dio después una patada en el culo que le estuvo escociendo diez minutos. Miguel se acordó de algunos parientes del señor cura, pero en silencio, porque si el otro le oye, ya hubiéramos visto lo que le habría pasado.
El cura había empezado a hablarles, y Miguel pensó que era alguna historia, así que no le hizo caso y siguió contemplando el paisaje, pero esta vez estuvo alerta para no ser sorprendido por otro capón ecuménico. Además, hubiera tenido que decir “amén” y eso no le hacía ni pizca de gracia.
Lo que si le llamaba la atención era el hecho de no ver árboles ni flores por allí. No había verde más que en las persianas y las luces de colores de algún cine. También era curioso el aspecto de la calle. No tenía cascotes, ni arena, ni hierbajos. Era de un color grisáceo y no tenía hoyos. Si pasaba un coche no levantaba polvo. Además, no había burros, ni cerdos, ni gallinas. Debía ser aburridísimo jugar en las calles de ese pueblo.
Por fin llegaron a una casa muy grande. Parecía muy antigua –al menos se lo pareció a Miguel. Tenía un patio enorme con jardines y una gran tapia alrededor. También había una puerta negra de hierro que chirrió horriblemente al abrirse. Siguieron por un sendero hasta la puerta de la casa, donde les recibió otro cura. Les condujeron a lo largo de un interminable pasillo y por allí vieron a muchos más curas. Miguel pensó que el cura de su pueblo les había llevado allí para que conocieran a sus familiares y amigos, que también debían ser curas. La verdad es que Miguel muchas veces quería preguntar cosas, pero no lo hacía por miedo a ganarse un mamporro.
Llegaron a una puerta de madera y llamaron. Entraron en la estancia y vieron una mesa enorme, y sentado tras ella un no menos enorme frailón con una espectacular barriga, una brillante y gigante calva y una sonrisa de oreja a oreja nada agradable. Mientras la vista de Miguel seguía una mosca, los curas estuvieron hablando un rato. Por fin, el cura de su pueblo besó a los otros dos muchachos y después a él. El beso de aquel hombre tan asqueroso le sentó como un tiro. Primero se limpió descaradamente con la manga de la camisa, y en cuanto pudo, se lavó con jabón. Si su madre le hubiera visto en ese momento, desde luego que hubiera pensado que su hijo se había vuelto loco.
Una vez se hubo marchado Don Marcial –que así se llamaba el sacerdote -, el otro les dijo que aquello era una escuela. ¿Qué era una escuela? ¿Y por qué diablos no le dijeron sus padres qué era una escuela? El tenía derecho a saberlo, para no ir si no le gustaba, pero su padre no podía contárselo porque era demasiado autoritario para hablar con su hijo si no era gritándole o con el cinto en la mano. Cuando recordó esta imagen de su padre, Miguel se reconfortó. Al menos no le darían cintazos en el trasero.
El gordo les acompañó hasta unas habitaciones. A él le tocó la última. Vio rápidamente que allí había dos camas, cosa que le extrañó un poco al principio, pero que pudo comprender enseguida cuando vio en una de ellas a otro niño que parecía un camión –porque roncaba como tal. Tenía las orejas de tamaño familiar y los dientes de conejo. Su aspecto era el de un ratón. Y como Miguel no estaba dispuesto a aguantar la sinfonía de ronquidos con que le estaba obsequiando su compañero de habitación, se decidió a poner fin a la misma y le despertó de un puntapié en el trasero. El otro, naturalmente, se asustó, pero como era sociable, no se irritó demasiado y se brindó a hablar con Miguel. Se hicieron amigos y aquella noche, “el Ratón” –que así le llamó desde entonces Miguel – le sirvió como maestro y le contó muchas cosas. Le contó como era aquello y como funcionaba la escuela. Le costó bastante entender para qué tenía él que escuchar a un cura que le contara cosas. En su pueblo nadie sabía lo que era la historia y la ortografía y vivían muy felices.
La mañana siguiente fue por primera vez a clase. Otro cura –y ya iban no sé cuántos – empezó a hablar de las letras, unos dibujos muy curiosos que aquel señor quería que Miguel aprendiera a escribir. Les decía que eso que había allí era lo que formaba las palabras. Cuando el buen señor dijo que lo que había escrito en la pizarra era una casa, Miguel se puso a reír a carcajadas sin poder evitarlo. Cuando el otro le preguntó de qué se reía contestó que él no veía allí ninguna casa y que de puerta y ventanas, nada de nada. El cura le mandó acercarse y le dio diez azotes con un junco. Aquella noche se tumbó boca abajo en la cama y hubo de recurrir nuevamente al “Ratón” para que le explicase algunas cosas. La cabeza de Miguel parecía a punto de estallar y tuvo que contar hasta diez para no gritar. Se dio cuenta de que estaba aprendiendo muchas cosas en muy poco tiempo, pero también sabía que no tenía otro remedio, ya que si no, no podría sobrevivir en ese mundo de locos.
Fue muy curioso, pero el día siguiente no hubo clase y se fueron todos al campo. Miguel estuvo jugando con el “Ratón” todo el día. Le pasaron muchas cosas por la cabeza y sobre todo recordó a su madre. Ella no había sido muy buena mandándole allí a ciegas, pero era su madre y él la quería. Se hizo la promesa de escaparse de aquel infierno en cuanto tuviera una buena ocasión, y se iría con su madre a casa.
Por fin llegó otro día de campo, y Miguel se llevó todas sus cosas bien escondidas para que nadie pudiera descubrirle. Cuando estaban todos más absortos, cada uno en lo suyo, alumnos jugando y curas comiendo –que parece ser su más importante afición -, Miguel se despidió del “Ratón” y se marchó corriendo con todas sus fuerzas y al máximo que le daban las piernas.
Aquella noche le estuvieron buscando por todas partes. El “Ratón”, como buen amigo, no soltó prenda y la búsqueda fue inútil. A la mañana siguiente, los curas dieron parte a la Guardia Civil dejando el caso en sus manos.
Entretanto, Miguel ya había llegado a la ciudad, que no parecía ahora tan hermosa y elevada. Ahora se asemejaba más a la boca de un lobo hambriento. Ahora no pensaba en los escaparates ni las luces de colores de los cines que había visto al llegar allí.
Puso un poco en orden su mente y concluyó que debía conseguir dinero para poder volver a su casa. Se sentó en la acera y empezó a buscar en su despierto cerebro algún modo de encontrarlo. Y lo encontró. Tal vez si ayudaba a alguien a realizar un trabajo le dieran unas perras que le vendrían muy bien para sus fines. Pero mientras pensaba se le había echado la noche encima y el hambre casi le devoraba. Sacó del bolsillo un poco de pan que llevaba, se lo comió y se dispuso a dormir un poco acurrucado en un portal.
No pudo dormir nada. Hacía frío y no se podía estar en la calle. Los dientes le rechinaban y parecían estar bailando claqué. Hubo algunos momentos en que Miguel creyó morirse y empezó a rezar, pero no pudo terminar ninguna de las veces que lo intentó. Era difícil. En la escuela nunca lo había conseguido, y eso que había curas para enseñarle; pero nada. Allí, sin curas y con ese frío, era imposible. Por otra parte, estaba su casa. La idea de volver le obsesionaba y no veía más que su pueblo, su casa, su madre... Por fin amaneció y empezó a verlo todo de distinto color.
Con el amanecer volvió el apetito a su cansado y vacío estómago. Pero esta vez no había nada en sus bolsillos. Caminó por las calles y habló con varias personas con la idea de ayudarles en su trabajo, pero nadie quiso. Por fin, un panadero aceptó su ayuda para cargar una camioneta. Una vez terminado el trabajo, Miguel vio recompensado su esfuerzo con un trozo de pan con chocolate y dos pesetas.
Se sentó en el suelo y se dispuso a devorar aquel exquisito majar que se le ofrecía. Era delicioso. Jamás había notado en el pan un sabor tan agradable y en el chocolate tal dulzura. El caso es que se lo comió en un santiamén y cerró los ojos. Así estuvo un par de horas, fuera del mundo y respirando hondo y feliz. Seguramente, si alguien le hubiera preguntado en qué pensaba en aquellos momentos, el no habría sabido contestar.
Cuando despertó empezó a buscar algo. No sabía qué, pero tenía que encontrarlo. Por fin, al volver una esquina lo encontró: era un estanco. Entró y compró lo necesario para escribir y mandar una carta. El importe fue de dos pesetas, o sea, todo su capital.
Con la mano temblorosa y la felicidad a flor de piel, escribió sentado en un banco. Ahora tenía que buscar un buzón, pero tampoco quiso darse prisa y se quedó allí un rato.
Pero no había pensado en la comida y ya era muy tarde. Tenía hambre y no tenía dinero ni nada que llevarse a la boca. Entonces, al otro lado de la calle, vio la solución: un carro de frutas. No estaba el dueño y podía salir corriendo. Era muy fácil.
Se dispuso a hacerlo. Se acercó al carrillo y cogió dos hermosas manzanas. Pero alguien gritó tras él y salió corriendo. Volvió la cara y vio que el otro le seguía. Corrió y corrió como un loco sin mirar dónde iba. Estaba tan desencajado que no pudo ver el camión que se le echó encima.
Le recogieron ensangrentado de la calle y le llevaron a un hospital. Sus padres no llegaron a tiempo. Cuando entraron en la sala, su hijo ya no respiraba.
Les entregaron una serie de cosas de su hijo, entre ellas una carta. La madre leyó entre sollozos:
“Queridísima mamá:
Como puedes ver ya sé escribir, y hoy he comprendido para qué sirve el haber aprendido, porque si no supiera, no podría mandarte esta carta.
Estoy deseando volver, y me he escapado del colegio, porque te quiero tanto que...”
Y no pudo continuar.
Hoy sus restos descansan al pie de uno de los árboles que solía trepar. En la modesta lápida, sólo se puede leer “MIGUEL”. y de vez en cuando alguien sale de una casa del pueblo y deja un ramillete de amapolas sobre la tumba. Y una vez al año llega un niño con las orejas de tamaño familiar y los dientes de conejo y suelta una paloma blanca ante la mirada extrañada de algún campesino.
No está nada mal ,pero es el menos que me ha gustado de los que he leido.En primer lugar pondría Rebeca ¡¡ese me cautivó! y el del torerillo igual.Pero me gusta como escribes ¡¡sigue asíPepe!
ResponderEliminarEste es el primero en el tiempo. Fue el primer cuento que escribí y gané un concurso de relatos cortos con él. También es verdad que los otros son posteriores y puede que estén mejor escritos. Gracias.
ResponderEliminarQué triste pero a la vez enseña mucho como necesitaba aprender... aunque la forma tampoco era mandarlo así, quizás... Y el ratón siempre acompañándolo... Escribís muy bien Pepe. Me gustó. No recuerdo haber tenido que releer ninguna frase, ni haberme tenido que detener por mala gramática ni faltas de ortografía. Además engancha bastante la historia.
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