Estuve hace unos días en el Teatro Francisco Rabal de Pinto asistiendo al concierto de fin de curso de la Escuela Municipal de música, donde mis sobrinos Sergio y Verónica tocan el bajo eléctrico y la guitarra clásica respectivamente. Casi tres horas de concierto para mostrar los progresos de las distintas aulas en las que más de cien alumnos cursan sus estudios musicales cada año. Entre las notas reflexionaba sobre lo que tienen estos niños y lo que tuvimos nosotros a su edad. Y sentí envidia, una envidia sana pero envidia al fin y al cabo, porque recordaba los medios de que disponen ahora y de los que dispusimos los críos de mi generación.
Al igual que mis sobrinos, me gustaba la música, pero n había una escuala ni una academia donde ir, además de que el salario de mi padre no permitía un regalo como una guitarra. Así que lo mucho o poco que sé es lo que he podido aprender por mi cuenta y con mucho esfuerzo. Hoy tienen una bonita escuela de música con todos los medios imaginables, un auditorio, un teatro, y afortunamdamente, los salarios, aún no siendo maravillosos, permiten la compra de un instrumento musical a las familias. Con todo esto, los niños nos superan con facilidad y el orgullo supera a la envidia sana.
El único local cultural que a la edad de Verónica pude disfrutar fue un pequeño cuarto en la Plaza de la Constitución, donde unos años antes estuvo la sede de la OJE, y que disponía de un par de sillones de skay negro, cuatro o cinco sillas, dos mesas de formica, dos o tres tableros de ajedrez con sus respectivas piezas y un tocadiscos con varios singles, entre los que que destacaba aquel "Rivers of Babylon" de Boney M. Lo mismo pasaba con el atletismo que también me gustaba y practiqué, con el bueno de José Alberto Pacheco como entrenador, un notable cuatrocentista y ochocentista nacido en Pinto y que llegó a defender los colores de la selección española en un campeonato de Europa.
Teníamos a nuestra disposición las instalaciones del gimnasio del Colegio Onésimo Redondo -hoy El Prado-, colegio en el que estudié la EGB, que nos servía para hacer partes del entrenamiento, y tener la ropa a salvo de posibles sustracciones. Además, el campo, los caminos de tierra entre Pinto y Getafe, Parla o Valdemoro. Aún así, no lo hacíamos mal, y en alguna competición demostramos nuestro potencial. Una "pista" cavada con una azada, de trescientos metros de cuerda era nuestro último lugar de entrenamiento para aprender a correr en grupo. Y esto era en atletismo, pero otros deportes, ni eso teníamos. Recuerdo cómo empezamos con el fútbol sala jugando en pistas pintadas en plena calle, igual que en balonmano. Cualquier cosa por conseguir jugar a nuestros deportes favoritos, sin medios, pero también sin miedo. Quien sea de mi generación y lea esto recordará los partidos de baloncesto en la cancha que había detrás de la iglesia de Santo Domingo de Silos, regados con litronas o calimocho que comprábamos en la bodega La Alegría...
Hoy, qué decir de las instalaciones deportivas. Césped artificial en el Amelia del Castillo, el campo de toda la vida, pero muy remozado para que el Atlético de Pinto pueda jugar sus partidos de Tercera División. Pabellones deportivos cubiertos, campos de fútbol 7 tanbién con césped artificial, estadio de atletismo, pistas de padel, circuito de karts, frontón y pared de escalada, pistas para patinar, etc., etc. Un sinfín de instalaciones deportivas y culturales que sirven para que nuestros jóvenes lo tengan más fácil, y en el caso de que no valgan para vivir de ello profesionalmente, sí puedan ser personas más sanas.
Yo tengo envidia sana por no haber podido disfrutar de todo esto, porque aunque todavía puede hacerlo, evidentemente, se han perdido muchos años y ya no podré comprobar si hubiera valido para ser un buen músico o un buen atleta. Ahora me queda el orgullo de ver a la pequeña Vero tocar maravillosamente su guitarra, y a Sergio que, al menos él sí, disfruta tocando el bajo encima de un escenario con su grupo.
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